Tienes mucho
miedo, Gilberto. Es curioso. Sabes muy bien todo lo que va suceder y sin
embargo estás aterrado. Vas caminando solo por ese bosque, es de noche pero la
luna llena extiende su luz blanca por todo el bosque. En cambio tienes mucho
miedo. La luz no te ayuda sentirte mejor. Los árboles con sus sombras, movidos
por el viento, parecen un ejército de fantasmas que te persiguen. Pero tú sabes
que no te harán nada porque conoces todo lo que te va a pasar.
El silencio
es sobrecogedor. A veces oyes el ladrido lejano de un perro y te acompaña el
silbido del viento y el canto de los grillos. Miras al cielo y lo encuentras
cargado de estrellas. Todo limpio. Sin embargo no puedes dejar de tener miedo.
Porque sabes que de un momento a otro aparecerá.
Sólo tú sabes
quien es él, sólo tú sabes porqué viene a buscarte. Por eso estás muerto de
miedo. Porque lo sufres en soledad. Porque no puedes compartir con nadie el
infierno en el que te has metido.
Tienes miedo
pero sigues caminando. No quieres verlo, pero no puedes dejar de avanzar a
donde él te está esperando. Su voz tenebrosa, ahogada, te llama:
-Gilberto
Morales, nunca podrás olvidarme.
Al oírlo
sientes que tu cuerpo se estremece. Quisieras llorar, gritar. Pero no tiene
sentido porque nadie te va a escuchar. Su voz sigue sonando. Es la voz de
alguien que se ahoga, de alguien que se atraganta.
-Gilberto,
Gilberto Morales, sargento de infantería, te estoy esperando como cada noche.
Sus palabras
te traspasan como un cuchillo. No puedes evitar que las lágrimas corran por tus
mejillas. Sientes el sudor frío pasearse por tus sienes. Tiemblas. Todo tu
cuerpo está penetrado por el horror. Sabes que lo vas ver, que no podrás
esconderte ante su espantosa visión. Volverás a mirar su rostro lleno de barro
y su boca escupiendo tierra en cada momento. Por eso lloras como un niño
perdido y solo. Volverá a hablarte con su voz atragantada y lo verás
señalándote con el dedo.
-Gilberto
Morales, tú podías haberlo evitado y mira lo que has hecho.
Verás caer la
tierra de su boca mientras habla. ¡Cómo quisieras en este instante ser un niño
y tener a tu padre cerca! Pero no hay nadie más que él. Te señala un lugar,
donde sobresale una sombra, como un pequeño matorral. Tú no quieres mirarlo,
porque sabes de qué se trata. Pero tus ojos no pueden ir a ningún otro sitio.
Sabes que no es un matorral. Lo que sobresale de la tierra es la mano de un
hombre. No se mueve, está muerta. Es la mano de un muerto.
Tu corazón
aumenta su ritmo, no puedes controlar nada, tu respiración se hace más rápida.
Un peso oprime tu pecho. Tus ojos están a punto de salir de sus órbitas, no
puedes más. Quisieras morirte y que todo terminara de una vez. Ahora sí. Ahora
gritas desesperadamente. Cuando abres los ojos te encuentras de nuevo en tu
cama con tu esposa que te mira preocupada. Ella también tiene miedo. Pero de
ti.
Hoy te has
decidido a terminar con tus pesadillas. Las que cada noche se repiten paso a
paso. Las que han hecho que te conviertas en un desecho humano. No puedes
soportarlo más. No te puedes guardar para siempre tu secreto. Tu mujer te
entenderá. Sí. Ella te ayudará a superarlo.
-Matilde,
quiero que hoy me escuches. No tengas miedo.
Ella se
calla, pero tiembla. Quiere parecer tranquila pero tú comprendes que está a
punto de echarse a llorar.
- No debes
tener miedo de mí. Yo no estoy loco. Hoy te lo contaré todo. Necesito que me
abraces como si fuese un niño indefenso.
Ella extiende
sus brazos, te mira desconfiada y tú te acurrucas en su pecho. Te sientes un
niño pequeño que llora y busca el consuelo de su madre.
- Yo hice
algo terrible cuando estuve en aquella maldita guerra. Yo era un simple
sargento. Nunca tuve nada que ver con los intereses mezquinos que
desencadenaron aquel conflicto. Pero cuando estás dentro, la violencia se
apodera de ti y te convierte en un monstruo. En una máquina de asesinar. Yo sé
que tú no podrás entenderlo nunca. Seguro que pensarás que soy un ser
despreciable, yo a veces también lo pienso. Pero el miedo, el odio y la
desconfianza te hacen así. Sabes que tu vida no tiene ningún valor ¿Comprendes?
por eso lo hice. No era yo. Eran mis más despreciables instintos.
Aquel hombre
no había hecho nada malo. Su corazón bueno le llevó a liberar a algunos
prisioneros enemigos. Porque les miró a los ojos y pensó que eran, como él,
unos infelices que luchaban por los intereses de otros, pensó en sus madres, en
sus mujeres, en sus hijos... en todos los que esperaban el fin de la guerra
para volver a verlos.
Me lo
trajeron acusado de alta traición. Yo era el encargado de ejecutarlo. Lo miré
con un desprecio absoluto. Lo consideré un gusano. Un ser débil e inútil que no
merecía estar en este mundo. Lo obligué a cavar su propia fosa. El no paraba de
pedir clemencia. Quería que yo también pensara que la guerra es algo cruel, que
es abominable mancharse las manos de sangre. Que la muerte de un solo hombre a
manos de otro es una tragedia de toda la humanidad.
Yo, en
cambio, me reía de esas ideas. Me parecían entonces los argumentos de un cobarde.
Un traidor y un cobarde, un ser repugnante. Yo mismo lo até de pies y manos y
le puse una mordaza en su boca, yo mismo lo hice caer de una patada en la que
iba a ser su tumba. Creí que era inútil malgastar una bala y comencé a
enterrarlo vivo. Sus ojos me miraron con un horror que todavía me produce escalofríos al
recordarlos. Yo estaba cegado y lo fui cubriendo de tierra. El se movía
desesperado, yo iba echando las paladas cada vez más rápido. No recuerdo, no pude
ver cómo lo hizo pero consiguió soltarse las manos y quitarse la mordaza. Y
sacó la cabeza y una mano entre la
tierra, y me habló. Me dijo que lo que hacía era una aberración, que nunca
borraría de mi mente la crueldad que estaba cometiendo. Mientras hablaba, escupía la tierra que había
tragado. Su voz era ahogada, se atragantaba. Pero insistía en suplicar por su
vida. Sus palabras ahogadas no me conmovían. Yo estaba cegado y seguí echando
paladas de tierra hasta volver a cubrirle la cabeza. La presioné con mis
propios pies para asegurarme que no volviera a salir. Pero sucedió algo. La
mano quedó fuera de la tierra y yo la vi moverse pidiéndome clemencia.
Esperé hasta
que comprobé que ya era la mano de un muerto. Después terminé mi trabajo. Nadie
me vio, nadie ha sabido hasta ahora lo que sucedió con aquel hombre. Desde
entonces no han dejado de perseguirme estas pesadillas.
Ahora
necesito que tú me perdones, Matilde, que tú me digas que me comprendes.
Tu mujer te
mira en silencio. No te dice nada. Pero su forma de mirarte te demuestra todo
su miedo y su desprecio. De todos modos sabes que todavía hay un camino para
librarte para siempre de tus pesadillas. Esta noche no volverás a verlo. Te
irás tu solo al bosque, Gilberto, pero esta vez no será un sueño. Escucharás el
canto de los grillos y verás las sombras de los árboles moverse como fantasmas,
pero no te echarás atrás porque estás decidido... decidido a poner fin a tu
vida.